sábado, abril 11, 2009

Del otro lado, allá en el espejo

He amanecido con sentimientos contrapuesto por dos sueños. Uno de ellos, el segundo, trata sobre mi abuela. Se llamaba María Genoveva Guardia Linares. Cuando era niño no me crié con mis padres y mi infancia transcurrió en un barrio marginal del puerto. Me acuerdo que amanecía escuchando tocar a mi tío Manuel la Gnossienne 3 de Erik Satie y ante mis ojos la casa pintada de un azul decolorado por el tiempo, adquiría un brillo suave de melancolía que inundaba de gris todos los ambientes. Yo dormía en el cuarto de mi abuelo, quien me quiso enseñar a tocar el violín; incluso me regalaría uno pequeño. Su muerte acabó con el único sueño que tuve en mi niñez. Quería tocar como Paganini. Sentía que todo mi dolor se hallaba reflejado en esas melodías que mi tío Alejandro interpretaba por las tardes como un poseso en la sala. Debo decir que toda la familia por parte de mi madre en su momento fue un conjunto musical llamado la familia Guardia y que interpretaban música tradicional de la ciudad de Arequipa. Pasado el tiempo sólo mis tíos Manuel y Alejandro llegaron a tocar en el Conservatorio de Música.
De niño pensaba mucho en la muerte. Como la mayoría de los chicos duros del barrio, sabía que Santa Claus no existía, que la política era una farsa y que la policía era nuestro enemigo natural. Jugábamos al fútbol, nos peleábamos con otras pandillas, nos escapábamos del colegio para irnos al mar de La Punta y en la noche, para divertirnos, relajados, apostábamos a las cartas con dinero. Mas cuando llegaba a mi hogar, mis amigos, a pesar de su dureza, se mostraban asustados y me preguntaban si no tenía miedo de dormir allí.
Es que todos los que vivían en mi casa eran extravagantes. Nuestro jardín estaba lleno de insectos, pájaros nocturnos y rodeado de una pequeña selva de cactus llenos de espinas. Se contaban muchas historias de apariciones fantasmales y seres oscuros que pululaban por allí, que hicieron crear la fama de que nuestro hogar era un lugar maldito. Vivía en la casa mi tío Raúl, que además de músico era oficial de la Fuerza Aérea, quien siempre andaba molesto y al que nunca vi sonreír. Mi tío Ignacio, que era actor y poeta, siempre leía en voz alta a los clásicos y tenía el cabello largo. Mi tío Rolando, que pasaba la mitad del tiempo entre el manicomio y la casa, varias veces tuvo la ocurrencia de salir desnudo por la calle.
Mi abuela era hija de un ingeniero español muerto electrocutado en la construcción de la hidroeléctrica de la Ciudad Blanca. Ella se vestía como una gitana y andaba con sus cabellos canos revueltos. Todos la tenían por bruja porque criaba una docena de gatos y maldecía con un palo a todos los que se metían con nosotros. A pesar de que mis tíos me odiaban porque mi abuela me quería y a pesar de que la vida en el barrio era violenta y triste, sabía que sólo tenía que abrazarla fuertemente para sentirme protegido. Entonces acariciaba mis cabellos, me contaba anécdotas que me hacían reír y el mundo se transformaba en un lugar agradable y cálido. Sin embargo, en las noches aparecían sombras que transitaban por los cuartos y yo despertaba en medio de los alaridos de mis tíos, que se quejaban de ser ahorcados por seres que desaparecían entre la oscuridad. En esos momentos sólo cerraba los ojos y apretaba fuerte una pequeña cruz de madera que me había regalado, deseando que acabara la noche y con ella mi suplicio.
Pasaron los años y mi abuela, presionada por sus hijos porque yo me hacía grande y no me podían controlar, me dijo que tenía que irme a vivir con mi madre, que era por mi bien.
Me fui para no hacerla sufrir, pero nunca la llegué a perdonar. Pasaron cerca de veinte años y supe que estaba en el hospital muriéndose y, pese a la insistencia de mi familia, yo no iba verla. Estaba molesto. Transcurrían los días, llevaba casi un mes y ella seguía agonizando. Entonces me di cuenta de que mi abuela no quería irse sin despedirse de mí. Contra mi resentimiento fui a la sala de emergencia. Ya no era la mujer robusta, fuerte como un tronco de madera como solía describirse. Estaba allí enjuta, rígida y sin movimiento. Pensé en cómo podía ser que ella, antes tan vital y alegre, estuviera frente a mis ojos con la mitad del rostro contraído, envuelta en una rara mueca que me hacía erizar de miedo. Los médicos me habían dicho que estaba al borde del estado vegetal. Me acerqué y en medio de su inercia pude ver aparecer un tenue brillo leve en sus ojos. Supe entonces que ella nunca me había dejado de querer.
En el primer sueño estaba yo en la universidad en medio de una pelea entre los estudiantes y las fuerzas policiales. Los jóvenes hacían barricada facultad por facultad hasta llegar al último reducto que era el patio de Letras. Las bombas lacrimógenas hacían irrespirable el ambiente, así como los neumáticos quemados cuyo olor impregnaban de muerte el aire. Por un momento, todo se me puso en blanco y negro y solo escuchaba en mis oídos la melodía de La polonesa brillante de Chopin. Los estudiantes, a golpes, eran apresados y subidos a camionetas que despedían chorros violentos de agua fría, haciéndonos dar con nosotros, por la presión, de bruces al suelo. Sangre espesa caía sobre el bosque de Letras, mientras los gritos y consignas eran apagados por el ruido ensordecedor de los helicópteros que sobrevolaban nuestra ciudad universitaria. Era un cuadro alucinante y siniestro.
Los pocos sobrevivientes de la redada nos refugiamos en el estadio. De pronto comienzan a seguirme unos hombres con rostro fiero y pistolas en la mano. Sé que tengo que huir. Corro, salto del techo hasta un suelo de tierra, empiezo a cojear por el golpe. Esquivo las balas que provienen de mis misteriosos perseguidores. Logro evitar las bolas de fuego, y cuando estoy girando en el primer edificio del lugar escampado, aparece de la nada un antiguo dirigente estudiantil que conozco, quien me ofrece una pistola extraña y me dice que me cuide, que los que me persiguen son los mismos que mataron a Eme Zelada, que a él no lo pudo ayudar, pero que a mí me ofrece esta arma para que me cuide. Diciendo esto se aleja y desaparece. Yo no tengo tiempo de pensar, me repliego en un muro por el cual ellos tienen que subir. Son muchos y tal vez no pueda con todos. Tengo la certeza de que llegó mi hora. Agarro resignado el arma, apunto hacia los primeros que vienen, empiezo a disparar, sé que de esta no me salvaré. Cierro los ojos…
Estoy en el segundo sueño y me hallo de pronto frente a mi abuela. Dicen que los que van a morir dialogan con sus muertos en sueños. Ella no responde, sólo me mira quietamente.
–Abuela, haz algo para salvarme, ayúdame.
Ella sigue sin hablarme mientras sus cabellos, blancos como el invierno, lo cubren todo.
–No deseo despertarme y verme muerto.
Ella sigue impasible. Preso de la angustia, pierdo los papeles. Me acerco, le aprieto los hombros y, samaqueándola con fuerza, le digo:
–Todo esto es una pesadilla y tú estás muerta… Si estás podridamente muerta, ¿qué mierda haces entonces aquí?
Entonces ella impasible me dice:
–Gabriel, siempre te gustaron las soluciones difíciles.
Y regresa a su mutismo inicial.
–¿Qué quieres decirme con eso?
Ella solo me mira.
Dime, qué es lo quieres decirme…
Mientras la tengo en mis brazos, comienzan a desvanecerse los rasgos de su cara hasta quedar sólo un óvalo blanco en lo que antes era su rostro. Su cuerpo se desvanece. Ahora es una muñeca de trapo. Todo es extraño. La contemplo, me miro: detrás de nosotros sólo está el vacío.

1 comentario:

Marina Centeno dijo...

Los fantasmas le persiguen Sr. Zelada y parece que le ofrecen un diálogo interesante, en un ´diálecto que solo Usted conoce.... interesante historia, Sr. Zelada. Esos escapes que habilmente se crea el hombre para fantasear con la realidad y ofrecer al lector una manera sublime, humanmente sublime de sufir y vivir.... Me gustó. Felicidades.

Saludos.