Hoy celebro mi llegada a México, solo, como siempre. No se lo digo al poeta que me ha brindado su pequeño departamento como posada. Compro una botella de vino tinto Gato Negro, me sirvo un vaso. Enciendo un cigarrillo. Miro la luna interrogando. No hay cosa más triste en el mundo que tomar solitario un trago. Acabo la botella de vino. Decenas de colillas agonizan en el piso. En mi patético delirio creo estar bebiendo con Li-Po. Miro el vacío y como despertando del letargo, me levanto y voy a la tienda a comprar otra botella de licor.
Años antes –ahí empieza, quiero creer, parte de esta historia– fui el obediente hijo de mamá que tenía que disfrazarse para ir cotidianamente a su glorioso colegio fiscal llamado Hipólito Unanue. Siempre la H. Siempre la U. Nadie le gana a la “H y U”, como así le gustaba vociferar al entrañable director las arengas propias de nuestro centro de estudios.
Chompa y pantalón plomo, camisa blanca, zapatos charol negro, raya al costado en el pelo. “El caballerito”. Así fui bautizado por las mamás de mis compañeros de clase –si supieran que mi mayor sueño era en esa época tener una Magnum 44 en mis pálidas manos y disparar inmisericorde sobre todos. Si mal no recuerdo, ahí empezó todo; con la urgente tarea de terminar un pequeño ensayo sobre Mariátegui, para el promedio final de la asignatura de Historia.
Andahuaylas 458. Esa era la dirección. Llegué sin problemas gracias a la recomendación de mi tío, que en tono misterioso me dijo que allí encontraría las respuestas a mis inquietudes, luego de una discusión interminable que tuve con él sobre política. No obstante, mi único deseo sólo era aprobar el curso de Historia, que tantas complicaciones me había traído en aquel semestre.
La escalera era larga, de imitación a mármol. La dirección era una casa estilo neocolonial de principios del siglo pasado, de color marrón y algo polvorienta. Subiría al segundo piso y lo primero que llamaría mi atención fue la cantidad de banderas rojas que cubrían las paredes del pequeño salón y unos retratos de unos señores adustos, barbados, que se repetían en casi todas las banderolas; pero lo más intrigante de todo era la incendiaria frase que esgrimían esas figuras como lema: “El poder nace del fusil”.
–Sí, jovencito, ¿en qué le puedo servir?
–Buenas tardes.
–Buenas tardes –me respondió el anciano mestizo, que era el portero.
En mi colegio me habían dejado como trabajo hacer la biografía de José Carlos Mariátegui. Luego me enteraría de que era el padre de las ideas socialistas en el Perú. Le pregunté al portero dónde quedaba la biblioteca. Allí podía encontrar algo sobre el “Amauta”, como así llamaban al tal Mariátegui.
–Bueno, esa es la librería –señalándome al frente–, pero la biblioteca queda en el tercer piso –me respondió entre conspirativo y amable el anciano.
–Gracias –contesté con voz baja.
–No hay por qué –dijo.
Revisaría la librería para ver si encontraba alguna biografía que me ayudara. Casi todos los libros hablaban de revolución y la lucha contra el capitalismo, cosas que me eran totalmente extrañas. Lo que sí me gustó fue ver varias revistas con cuentos chinos bellamente ilustrados. Me habían enseñado que los comunistas eran gente mala, atea, que querían acabar con el orden y la moral. Y yo, resentido con la vida que me había tocado tener de nacimiento, simpaticé al instante con ellos. Creo que en ese preciso instante fue donde nació mi vocación Antisistema.
Años antes –ahí empieza, quiero creer, parte de esta historia– fui el obediente hijo de mamá que tenía que disfrazarse para ir cotidianamente a su glorioso colegio fiscal llamado Hipólito Unanue. Siempre la H. Siempre la U. Nadie le gana a la “H y U”, como así le gustaba vociferar al entrañable director las arengas propias de nuestro centro de estudios.
Chompa y pantalón plomo, camisa blanca, zapatos charol negro, raya al costado en el pelo. “El caballerito”. Así fui bautizado por las mamás de mis compañeros de clase –si supieran que mi mayor sueño era en esa época tener una Magnum 44 en mis pálidas manos y disparar inmisericorde sobre todos. Si mal no recuerdo, ahí empezó todo; con la urgente tarea de terminar un pequeño ensayo sobre Mariátegui, para el promedio final de la asignatura de Historia.
Andahuaylas 458. Esa era la dirección. Llegué sin problemas gracias a la recomendación de mi tío, que en tono misterioso me dijo que allí encontraría las respuestas a mis inquietudes, luego de una discusión interminable que tuve con él sobre política. No obstante, mi único deseo sólo era aprobar el curso de Historia, que tantas complicaciones me había traído en aquel semestre.
La escalera era larga, de imitación a mármol. La dirección era una casa estilo neocolonial de principios del siglo pasado, de color marrón y algo polvorienta. Subiría al segundo piso y lo primero que llamaría mi atención fue la cantidad de banderas rojas que cubrían las paredes del pequeño salón y unos retratos de unos señores adustos, barbados, que se repetían en casi todas las banderolas; pero lo más intrigante de todo era la incendiaria frase que esgrimían esas figuras como lema: “El poder nace del fusil”.
–Sí, jovencito, ¿en qué le puedo servir?
–Buenas tardes.
–Buenas tardes –me respondió el anciano mestizo, que era el portero.
En mi colegio me habían dejado como trabajo hacer la biografía de José Carlos Mariátegui. Luego me enteraría de que era el padre de las ideas socialistas en el Perú. Le pregunté al portero dónde quedaba la biblioteca. Allí podía encontrar algo sobre el “Amauta”, como así llamaban al tal Mariátegui.
–Bueno, esa es la librería –señalándome al frente–, pero la biblioteca queda en el tercer piso –me respondió entre conspirativo y amable el anciano.
–Gracias –contesté con voz baja.
–No hay por qué –dijo.
Revisaría la librería para ver si encontraba alguna biografía que me ayudara. Casi todos los libros hablaban de revolución y la lucha contra el capitalismo, cosas que me eran totalmente extrañas. Lo que sí me gustó fue ver varias revistas con cuentos chinos bellamente ilustrados. Me habían enseñado que los comunistas eran gente mala, atea, que querían acabar con el orden y la moral. Y yo, resentido con la vida que me había tocado tener de nacimiento, simpaticé al instante con ellos. Creo que en ese preciso instante fue donde nació mi vocación Antisistema.
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