“A solas, anclado en la amargura,
hablo con muros, sordos a mis quejas”
Sir Walter Raleigh
Al día siguiente, luego de dormir en el pequeño hotel irónicamente llamado “El palacio del Caribe”, me dirijo al muelle. Pago lo anteriormente convenido con el que me va cruzar el mar. La puntualidad es una necesidad en estas circunstancias. Arranca la lancha.
Nos vamos alejando del litoral. El mar color turquesa de esta parte del Caribe es hermoso. Es curioso, nunca antes en este viaje me he detenido a contemplar los paisajes que voy atravesando en mi descarriado periplo. Veo mi reloj. Estoy preocupado, no sé qué pretexto coherente podré argumentar en caso me detengan en el retén de seguridad de Turbo.
Una nave se acerca. De pronto sucede lo inaudito. La lancha comienza acelerar su marcha. La nave extraña hace lo mismo, el conductor en eso, acelera traumáticamente la velocidad. El vehículo de la armada acelera también en pos de nuestra persecución.
La velocidad está ahora al máximo, gruesos chorros de agua, caen sobre mi incrédulo rostro. Me agarro de la parte trasera de la lancha.
El sol ardiente allá arriba, los tripulantes -cinco en realidad- empiezan cómplices a mirarse de reojo y luego mi rostro pálido de la impresión. Rompiendo en un irrefrenable mar de carcajadas. Para ellos este percance debe ser de lo más rutinario. Esto no me causa ninguna gracia.
Ser marino en estas aguas tiene sus peligros y ellos conviven con ese temor , saben que la lancha puede volcarse. Mejor es morirse con una sonrisa en los labios, creo intuir en su sarcasmo, acritud.
Estoy totalmente empapado y agarrado fuertemente a un extremo del bote. Los hombres siguen riendo. De súbito comprendo que si hoy me llegó la hora, me llegó. Es lo que hay y nada puedo hacer para remediarlo. Mejor es disfrutar este momento, que puede ser el último. Sería penoso encontrarme así cara a cara con la muerte en medio del más absoluto panicoo. Otra es la mirada que tengo entonces cuando regreso de mis cavilaciones.
El paisaje, la ardiente adrenalina atravesando mi cuerpo me hace exclamar
-Qué mierda si tengo que morir ahora, prefiero morirme a trescientos kilómetros por hora.
En mi rostro empieza a dibujarse aquella sonrisa hiriente y franca de mis compañeros. Ellos contagiados de mi inusitado entusiasmo comienzan a echar maldiciones a la armada. “
-Mal paridos hijos de puta, alcáncennos si pueden, parecen unas madres pendejos.
La lancha prácticamente se encuentra volando sobre las aguas.
- ¡Esto, está de puta madre, carajo!, digo. Risas generales.
La armada está cerca de nosotros y nos sigue raudamente. La lancha está prácticamente entre el aire y el agua, saltando intermitentemente, suspendida entre dos cuerdas inefables . ¿Cuánto aguantaremos? Ello no parece preocuparle mucho a mis compañeros, que siguen haciendo ademanes obscenos a los marinos.
Después de varias decenas de minutos, que se me han hecho interminables, nuestra suicida determinación ha logrado resultados. La Armada se aleja. Entonces el navío nuestro baja de velocidad, los contornos vuelven a su lugar y la respiración también. Los tripulantes nos acomodamos y tranquilamente cambiamos de trayectoria. Luego de un par de maniobras llegamos a un pequeño islote. No obstante algo me sorprende de este lugar que aparece de pronto como sacado mágicamente de un libro de aventuras de Salgari. Aquí solo recalan embarcaciones lujosas y gente potentada. Me pregunto entonces que hacemos nosotros aquí
Hay un restaurante, canchas de tenis, casinos antes de llegar la orilla. Veo gente que parecen ser magnates por los costosos relojes de oro que veo en sus brazos, la billetera abultada ostentosamente mostrada para pagar sus cuentas. Como si estuviera dentro de un capítulo de la famosa serie policial norteamericana Miami Vice. La cual describe la lucha que realizan dos policías, uno blanco y el otro negro, contra los mafiosos latinoamericanos de los negocios turbios.
La arena blanca, el mar celeste. El lugar es paradisíaco. El conductor de la lancha me dice:
-Oye muchacho ven acá te invito una Bavaria.
Me acerco. El me abraza, me ofrece una cerveza en lata. La tomo de sus manos. La abro y empiezo a beber.
-Estuviste bien hace un rato muchacho. A tu salud- me dice.
- Salud -digo, mientras pienso si todo esto es un sueño.
No hay más palabras. Yo no pregunto nada. Algo he aprendido en este país y es que se rige por la misma ley de mi antiguo barrio. Para lograr sobrevivir no hay que preguntar. No hay que ver. No hay que saber. No hay que oír nada.
7 comentarios:
Un espléndido relato
Juntos el placer y el temor de no controlar el futuro y que un vuelco -un instante- acabe con todo.
¡Sobrevivir...!
Saludos
Me ha encantado, seguire leyendote.
Un saludo!
Pues me alegra que te haya
gustado este relato.
La verdad es que no sabia si
ponerlo o no en el blog.
Pero con lectores que opinan
como tú, me anima a publicar
mas relatos.
Saludos.
Me alegro antiguo. Las puertas estan abiertas. Saludos.
El relato es buenísimo, Leo.Y el final me encanta, cuánta verdad...
Besos
Que alegria que te gustara mi relato. Trate de escribirlo de la manera mas realista posible, sin dejar de darle un toque poético.
Un beso hasta Alemania.
hola soy alondra vi tu pag me gusto mucho. Yo tambien soy escrutora cantaautora y poetiza. te invito a www.hispanoramaliterario2.ning.com inscribete y podras bajar mi poesia y musica mi personal es www.alondragutierrez.blogspot.com espero que seamos buenos amigos un abrazo y un beso, con amor alondra
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