I
Frío, glacial, exactose comprimen en aros de papel mis nervios
II
y
III
el temor ha cesado
Érase una vez un hombre que vivía sólo en el bosque, le llamaban el Ermitaño de Huang-Ho, solitaria y ascética su existencia transcurría entre tenues amaneceres amarillos y oscuros crepúsculos violeta. El cazar extrañas y exóticas mariposas era el único placer del que gozaba en sus ratos sombríos de ocio.
Un día vio ante sí, la más hermosa y radiante aparición que sus apagados ojos jamás -hasta entonces- habían visto, era diabólicamente bella como un errante cometa vagando sin sentido en el cosmos, ambiguo eclipse irrumpiendo entre bloques intactos de fuego y, extendiendo rápidamente sus redes de plata sobre la arrebatada y tierna figura, la atrapó.
Más aquella no era una mariposa sino una mujer.
Pasaron varias lunas y a pesar que en las largas noches azules tocábale las más hermosas melodías de su caña de bambú y entregábale los más hermosos frutos extraídos de los más virginales árboles, ella se mostraba callada, pensativa, sumergida en sí misma y en sus torres de marfil.
Acongojado al ver la vanedad de su esfuerzo por querer alcanzar aquel pedazo de cielo, consumido por el hierro, acercó sus trémulas manos hacia ella y en aquel momento desvaneciéndose en el aire solo vio un intenso resplandor dorado y un replicar de alas sobre el viento.
Desde aquel momento, el ermitaño, "El Ermitaño de Huang-Ho", en cada mariposa que atrapaba creía poseer aquella mariposa que una vez partió.